“No tengas otros dioses aparte de mí. No te hagas ningún ídolo ni figura de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en el mar debajo de la tierra” (Ex 20, 3-2).

He querido poner como encabezado esta cita del libro del Éxodo porque me parece, resume el fondo de la problemática que vamos a tratar. No he podido encontrar un más precioso abrebocas. Acabamos de asistir al abrasador debate relativo al referendo promovido por Carlos Lucio y Viviane Morales en contra de la adopción igualitaria y apenas asimilamos la decisión de la Comisión Primera de la Cámara de Representantes de sepultar dicho proyecto el pasado 10 de mayo.

Constatamos grandes contrastes en la recepción de tal postura por parte de distintos sectores de la sociedad colombiana. Respiro para unos, afrenta para otros, es el descontento general de los partidarios del referendo que aparenta no hallar un momento de sosiego.

Pero más impresionante aún es la ausencia de una voz nítida entre los cristianos, que aporte una mirada crítica a tan escandalosa situación. Sin embargo, y de forma un tanto paradójica, desde hace por lo menos una década, se viene extendiendo –muy a la moda, y a la par con la era de los reality- shows- un discurso apologético recurrente (por llamarlo de algún modo) acerca de la familia cristiana.

Que quede claro, no estoy aquí para oscurecer su importancia, su función social privilegiada, su irremplazabilidad. Ni tampoco para discutir las razones que han llevado a los pastores y representantes cristianos a focalizarse en el tema como reacción a los ataques y al desmérito realmente abusivo que ha sufrido el modelo denomindado tradicional de familia por manos de algunos, -y léase bien-, algunos movimientos LGTB.

No es esa la cuestión que me preocupa y me motiva a escribir estas líneas. No ese punto desde luego. Se trata de algo de mayor anterioridad, algo mucho más crucial y que en mi opinión explica la ola de polémicas y de maquinaciones suscitadas en torno a dicho referendo calificado de discriminatorio.

Por mi parte considero que el imperativo de igualdad no puede ser sinónimo de igualitarismo, cuanto menos, injusto por definición, puesto que, justamente, no tiene en cuenta las diferencias que pretende incluir.

Pero esta anotación hace parte de otro problema sobre el que quizá retorne en otra ocasión. Es un problema que además necesita de un análisis lingüístico serio, entre otras cosas.

Saber qué es lo más convientente a propósito de la adopción no merece una solución simplista.

Dejemos a los expertos en psicología estudiar con mayor profundidad la cuestión, pero seamos honestos. Al menos, honestos desde un punto de vista intelectual, aunque faltaría que fuese también moral. Mi intención no es tomar partido a favor de una tipología de familia a expensas de otra, ni de evaluar las capacidades de unos modelos respecto de otros sino más bien, hacer un llamado a los cristianos a no pagar con la misma moneda, respondiendo con una avalancha de improperios y represión en contra de quienes-según dicen- son una amenaza para la familia crisitana.

Me permito decir que si nosotros, en cuanto cristianos, queremos defender como postura personal o colectiva, que la unión constituida por un hombre y una mujer abierta a la generación y viviendo en la fidelidad y unidad, es incomparable como modelo de familia ya sea por razones históricas u ontológicas, y por ende, tiene vocación a permanecer el marco en primera instancia más idóneo para la crianza y la educación de los hijos, no podemos rechazar otros contextos familiares que, según determinadas circunstancias, son capaces de brindar condiciones similiares o incluso, a veces mejores, que las de una familia llamada natural; ni tampoco es legítimo, por más ideales que se elaboren, despachar alternativas de adopción que puedan probarse positivas y justas.

Que algo sea ideal, no significa necesariamente que sea excluyente. Es más, si nos aferramos demasiado a los ideales, terminamos por deshabitar el mundo. “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”, frase célebre de Voltaire, perfectamente aplicable aquí.

Hay que comprender que nuestra vida se juega aquí y ahora, en lo concreto de cada día y se presenta tal cual como viene, con significados diversos, sin decoraciones, sin preámbulos y es desde ese factum bruto del que tenemos que partir y repartir para encontrarnos con el otro y construir nuestros planes vitales como alguna vez, lo recordaba, creo, el papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium.

Digámoslo una vez más: no estamos en “el mejor de los mundos posibles leibnizianos” sino en uno precario, perfectible, pero al mismo tiempo, capaz de desbordar nuestros esquemas, nuestras previsiones, de darnos sorpresas. Esa es la novedad de la Resurrección de Cristo para toda la humanidad: un desafío a las apariencias de lo caduco de la existencia.

¿Hacia donde quiero, entonces, dirigir la atención del lector? Hacia lo que denuncio como el peligro de la insturmentalización de la política y la religión. ¿Cuál es pues, el corazón mismo de la controversia sobre la adopción por solteros y parejas del mismo sexo?

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Precisamente, -por jugar con las palabras-, que hemos prescindido del corazón para afrontarlo; lo hemos puesto entre paréntesis y se nos ha olvidado que estamos tratando con seres humanos, y no con entes abstractos e insensibles.

Hemos abandonado la sensibilidad y los sentimientos para apegarnos más a concepciones prefabricadas de la moral que encajen con la estrechez de nuestras propias convicciones y creencias -las cuales cobijamos de gran respeto cuanto más se las endosamos a Dios-, en lugar de aplicarnos a servirle a Él trabajando en pos del hombre.

¡Qué mala imagen nos hemos hecho de la Divinidad! Y la consecuencia es peor aún: ¡en qué figura grotesca hemos aglutinado al hombre! Relegando a las personas, nos hemos dedicado a apoyar ideologías, armas de doble filo, que manipulan las conciencias y el sentir religioso de la gente para fines partidistas, para la conquista del poder: la avidez intransigente de prestigio, de títulos, de posiciones, pone en vela a la clase política, pero a precio de arrebatarle los sueños a las jóvenes generaciones que dicen proteger.

Este es el punto verdaderamente grave que me estremece. Y por eso comenzaba mi escrito aludiendo al primer mandamiento del Decálogo. Es interesante que la prohibición de representar a Dios mediante recursos mundanos, sea el primero de todos. Luego, eso nos dice el punto de partida tanto de toda reflexión como de todo comportamiento moral inspirado en la fe crisitana.

La única imagen de Dios que nos está autorizada venerar con el máximo respeto, digo yo, es la que Él mismo se ha forjado al crear al hombre y sobre todo desde el momento en que el Verbo divino se encarnó. Por consiguiente, hemos de fijarnos más en el rostro del otro, en la llamada que nos dirige, en su presencia que nos interpela, en su existencia que nos saca de nuestra zona de confort, mucho más los niños, mucho más los desamparados.

Hagamos bien nuestra labor de dignificar y tomar en serio a los necesitados como los huérfanos, los sin hogar. Recordemos a San Juan Bosco, patrono de la juventud. Él, que no tuvo reparo en alojar en sus oratorios, a jóvenes delincuentes o sin futuro, con el único propósito de devolverles la esperanza y la dignidad que la explotación salvaje infantil de la Italia en pleno apogéo de industralización de finales del siglo XIX, les había literalmente robado.

Soltero y con pocos recursos, se convirtió en padre putativo de muchos e hizo significativamente mucho más por aquellos niños y adolescentes que muchas familias burguesas de la época. Su ejemplo es una enseñanza práctica de no limitar con nuestros miedos y tradiciones, el impulso del Espíritu por el bien de otros.

Así nosotros: veamos en el niño que requiere de un clima de amor y seguridad, el verdadero objeto de nuestra legislación y de nuestro actuar social. O, ¿es que vamos a seguir juzgando la calidad humana de un padre o una madre adoptiva sólo por su orientación sexual?

¿Seremos así de mezquinos todavía? Son los pecados del espíritu, más mortíferos que los de la carne, por hablar en un tono clásico. El potencial del cuerpo tiene limitantes espacio temporales; la mente del hombre, en cambio, ninguno, y por eso puede resultar más aterradora en sus proyecciones, en sus representaciones, en sus actuaciones.

San Pablo lo tenía tan sumamente claro, que, cuando se refería a la esclavitud de la carne, no hablaba tanto de las pulsiones sexuales como del encasillamiento en los preceptos de la ley y los rituales (cfr. Ga 5,4). Encasillamiento en el que muchos cristianos se encuentran hoy en día con un rigorismo enfocado casi que exclusivamente al ámbito de la sexualidad, negligantes a percatarse de que la teología cristiana está a favor del dinamismo de la vida, de la libertad respetuosa de la alteridad, y no de la vetustez de las cláusulas, de las condenas y de la letra (Cfr. 2Co 3,6).

A este punto tenemos el derecho de preguntar: ¿qué es lo que resulta verdaderamente reprochable de toda este asunto del referendo? Ya lo dijimos, nada fuera de la instrumentalizacion tanto de las instituciones públicas y de las leyes, como de los poderes fácticos tales como la Iglesia o la autoridad de la Escritura en beneficio de unos pocos.

Queridos políticos, ¡cómo saben bien tirar la piedra y esconder la mano, hacer la ley y prever la trampa!

Queridos ciudadanos, ¡cómo nos gusta hacernos llamar gente amable, pueblo bien católico, y cuánto nos desangramos unos a otros, todos compatriotas y hermanos en la fe!

¡Continuamos negando a Dios, cada vez que nos reímos del débil; desfiguramos el rostro de Cristo, cuando escupimos en el alma de quienes se ven diferentes. Nos hacemos seguidores de ídolos cuando disimulamos la homofobia pero nos afanamos en atiborrar de silicona y bótox el cuerpo de la mujer.

Transformamos el cristianismo en factor de discriminación, en lugar de hacerlo camino de unidad conforme al testamento de Jesús! (cfr. Jn 17). Razón tenía el Concilio Vaticano II al alertar sobre la responsabilidad de los mismos cristianos en el opacamiento del rostro genuino de Dios y del descrédito que sufre el cristianismo, a causa de su mala conducta, de una instrucción insufciente o de una exposición errónea de la doctrina cristiana (Cfr. Gaudium et Spes 19).

Después de esto, ¿cuál es la fe de la que alardeamos? Sinceramente travestir la imagen de Dios es muy grave, no obstante, hay algo mucho más devastador en lo inmediato. A fin de cuentas, pienso que a nuestro Señor no le importa tanto ver mancillada su propia imagen, si yo me atrevo a decir; entiéndaseme bien.

Él no busca defensores propios, que militen y combatan por su causa, ya que su “Reino no es de este mundo” (cfr. Jn 18), no sigue la mentalidad egocéntrica de este mundo. Él desea, en cambio, defensores para sus hijos, para todos, sin excepción; ellos sí que son su verdadero rostro.

Y la entrega de Cristo en la Cruz es un llamamiento a hacer prevalecer el bien sobre cualquier forma de injusticia, de dominación, de maldad o de división. Curioso que nos rasguemos, indignados, las vestiduras, ante la promiscuidad de los homosexuales, pero nos resignemos con gran facilidad, a los descaros de los corruptos. Curioso que nos enardezcamos luchando contra el aborto y la eutanasia, pero nos corroe la más radical indiferencia ante la muerte de tantos hombres y mujeres asesinados cada día en nuestro país.

Curioso es, aún, que busquemos los culpables de nuestra mala suerte y que nos apoltronemos junto al aguardiente, el tejo y los jolgorios mientras muchos de los nuestros apenas si el sistema les deja sobrevivir. Por eso, lo más doloroso para Dios es haber desdibujado el rostro de lo político, en definitiva: por una parte, desviar el sentido de la polis, al hacer del arte de vivir-juntos, una carrera empapada de sangre e intereses particulares.

Por otra parte, de corromper la Escritura como si fuera un recetario moral al servicio de esos fines turbios que hacen del panorama político un coctel todavía más explosivo.

Empleamos la Escritura para cercenar la Escritura. Se deja a un lado la pluralidad para caer en la tentación totalitaria de la uniformidad, y se olvida la verdadera figura divina que es la del Siervo de Yahvé, la cual recorre la Biblia desde los Profetas hasta los Evangelios y de la que Jesucristo es la perfecta encarnación.

Pero dado que nos empeñamos en usar el nombre de Jesús, ¡por piedad! que no sea en vano, (cfr. Ex 20, 7); este es el segundo mandamiento íntimamente conectado con el primero. En esta óptica, muy apremiante y actual es el mensaje de Jesús dirigido a sus discípulos, que no se contenta con darles un mandato sino en ponerse él mismo como ejemplo, siendo Él el Señor y el Maestro.

Como ustedes saben, entre los paganos los jefes gobiernan con tiranía a sus súbditos, y los grandes hacen sentir su autoridad sobre ellos. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que entre ustedes quiera ser grande, deberá servir a los demás y el que quiera ser el primero, deberá hacerse el último de todos. Porque del mismo modo, el Hijo del hombre no vino para ser servido sino para servir y dar su vida como rescate por muchos. (Mt, 20,25-26).

Solo viviendo desde el servicio al prójimo en las diferentes instancias sociopolíticas podremos honrar el nombre de cristianos que llevamos. Ahí encontraremos la abundancia de vida que Jesús nos prometió como fruto de su poder mesiánico: “el ladron viene para robar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn, 10,10).

Acojamos pues, ese don que Dios nos hace, dejémos hablar al Espíritu. Él tiene el poder de transformar los corazones y romper las barreras del miedo que nos enfrentan y separan, ya que: “todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son los hijos de Dios. Pues no han recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que han recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rm 8,14-15). Gran revelación es ésta, porque los primeros adoptados somos todos y cada uno de los hombres, y de una forma especial, los que nos decimos cristianos.

Dios nos ha adoptado sin mérito alguno, sin juzgar nuestra condición, y a pesar de nuestros desvaríos sigue mantiendo su promesa de paternidad. ¿Vamos nosotros a convertirnos en jueces severos a la hora de decidir quienes pueden adoptar y quienes no?

La pregunta por el «¿quién adopta?» está precedida por la de «¿quién legisla?». Y nunca daremos una respuesta apropiada si no nos declaramos todos hermanos, ya sea por la fe o por los simples lazos de pertenencia a la humanidad. Lo que hace nuestro bautismo es reforzar dichos lazos, al proclamar una fraternidad universal, alcanzada por Cristo. Pero ésta es una realidad operante a la medida de nuestra fe, no algo mágico. Y la empresa es ardua, a fortiori, cuando estamos inclinados a pensar la sociedad en términos de dos bandos, teniendo como telón de fondo una distinción ingenua entre malos y buenos, y extrapolando la lógica binaria de la infórmatica al plano social, por ejemplo enfrentando conservadores contra liberales, tradicionales contra progresistas, heterosexuales contra homosexuales, ateos contra creyentes, todas aquellas oposiciones por las que volvemos impracticable el mensaje evangélico.

Al contrario, descubramos que: ahora en Cristo Jesús, vosotros, que en otro tiempo estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo.

Porque Él mismo es nuestra paz, quien de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne la enemistad, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un nuevo hombre, estableciendo así la paz…(Ef 2, 13-15).

Una paz que todos anhelamos pero que no conseguiremos mientras no hagamos de nuestras diferencias, oportunidades de enriquecimiento y crecimiento mutuos. La urgencia de alejar toda forma de discriminación sigue en pie, aunque no logremos ponderar su alcance. La postura oficial y más solemne de la Iglesia -quizá poco meditada y trabajada-, no hace más que extender la voluntad del mismo Jesucristo de realizar la unión de la humanidad, y vale tanto para los momentos de la historia en que ha sufrido persecución por su credo como para los momentos en que la situación se ha invertido, y los cristianos, aliados al poder secular, comienzan a segregar a los paganos o no-cristianos, por motivos de índole religioso.

Lamenta, pues, la Iglesia la discriminación entre creyentes y no creyentes que algunas autoridades políticas, negando los derechos fundamentales de la persona humana, establecen injustamente. Pide para los creyentes libertad activa para que puedan levantar en este mundo también un templo a Dios. E invita cortesmente a los ateos a que consideren sin prejuicios el Evangelio de Cristo. (Gaudium et Spes 21)

Por tanto, recapacitemos: aprovechemos la fuerza no para autodestruirnos, sino para desterrar aquello que de verdad hace daño, hace mal. La unidad de un país integra necesariamente la diversidad de sus componentes. Tampoco usemos la belleza y la profundidad de la Palabra divina para discriminarnos unos a otros; más bien, instruyámonos en su lenguaje que es el de la reconciliación, el de la esperanza, el del amor, el de la unidad: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos son uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28).

Reconocer en el otro a Cristo, es el final de todo enfrentamiento, de todo odio, de toda separación; en otras palabras, el logro de la unidad en la diferencia.

Como recomendación última, diría que no hay que dar por descontada, la necesidad que tenemos de desaprender los discursos religiosos convencionales que se han rigidizado, renovando nuestro juicio sobre la realidad (Cfr. Ef 4, 23), para después aprender nuevamente a hablar.

Así corregiremos no solo las palabras sino además nuestras intenciones. Las palabras, para saber decir lo que es más edificante decir; las intenciones, para no hacer del remedio, algo más nocivo que lo que tildamos de enfermedad.

*Alvaro Jose Sanchez Hurtado, teólogo del Instituto Católico de París y estudiante de 4 semestre de Filosofía a la Pontificia Universidad Javeriana.

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