Los comportamientos irregulares y las gravísimas faltas de magistrados de la Corte Suprema de Justicia, unos activos y otros en retiro, conocidos públicamente, causan vergüenza y estupor. Los hechos son tan escandalosos, que hasta la propia Corte, en pleno, admite estar en las peores manifestaciones de corrupción. Son actos verdaderamente indignantes, que deben ser rechazados vehemente y rotundamente por la sociedad colombiana. Se trata de aquellos casos en los que, por lo horripilantes, lo primero que uno recuerda es el pasaje de la biblia en el que Jesucristo le expresó a sus discípulos: “Ustedes son la sal de la tierra, y si ustedes se corrompen, ¿cómo evitar que se corrompa el pueblo cristiano?”.

En efecto, si el organismo de más alta jerarquía en la jurisdicción ordinaria se corrompe, ¿qué podría estar ocurriendo con los magistrados de tribunales, los jueces de la República, los secretarios y demás dependientes judiciales? Y, ¿cómo puede explicárseles esta situación a los profesores y estudiantes de las escuelas de Derecho? ¿Qué decirle al ciudadano que requiere pronta, recta y cumplida Justicia?

En otros tiempos, cualquier estudiante de Leyes, o abogado recién egresado, veía en una magistratura de las altas Cortes el mayor de sus sueños, su más caro ideal. Pero, de un tiempo a esta parte, acaso durante los últimos 20 o 30 años, de manera soterrada se ha venido produciendo una pérdida progresiva de valores, una degeneración moral y tanta acumulación de bajezas, que han terminado por corroer la  estructura misma del sistema judicial.

Desde luego que esas conductas deben ser juzgadas conforme a las leyes preexistentes a su ocurrencia, ante el Juez o Tribunal competente y con la observancia de las formas propias de cada juicio. Es ese un principio fundamental de legalidad universalmente conocido. De resultar culpables, habrá lugar a una sanción jurídica. Pero en todas las circunstancias, también procede la sanción social, que se describe como aquellas reacciones de la sociedad, de la comunidad en general, ante ciertos comportamientos que atentan contra la moral y las buenas costumbres.

En este delicado caso, sin precedentes en la historia judicial del país, lo que procede, ordinariamente, es el sometimiento de esos hechos a la autoridad competente, para que adelante las funciones de investigación, acusación y juzgamiento. Por tratarse de personas que tienen un fuero especial, esa autoridad es la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, cuyo nombre se ha convertido en un sinónimo de impunidad. De allí que no haya mucho por esperar, no solo porque es un organismo totalmente inoperante, sino porque lo que está en entredicho no es la mera conducta de unos magistrados, sino la propia majestad de la Justicia y de sus corporaciones.

Por eso pensamos que, sin perjuicio de tales trámites jurídicos, por sí mismos demorados, dispendiosos y con altos riesgos de ser manipulados a través del tráfico de influencias y otras picardías, el acto de mayor valor civil que podrían adoptar aquellos magistrados de la Corte Suprema de Justicia que hayan participado o tolerado estos hechos, es el de renunciar. Lo mismo deberían hacer quienes por negligencia o descuido, con una pasividad inexcusable, no vieron al interior del organismo cómo se tejían todas esas componendas y triquiñuelas. La podredumbre pareciera ser de tales  proporciones que se sabe de dos o tres magistrados que en los últimos años han optado por retirarse anticipadamente de esos cargos. Es previsible que esas renuncias, a la postre, terminen enalteciéndolos, aunque otros pensarán que les faltaron carácter y entereza para denunciar entonces esos repugnantes comportamientos de sus compañeros de magistratura.

Respecto a las personas que ocuparon esas altas posiciones, y que salieron a continuar delinquiendo, no cabe otra alternativa que aplicarles el peso de la Ley, con la mayor severidad, que les cancelen sus tarjetas profesionales de abogados, y que se pudran en la cárcel.

De persistir la negativa al retiro voluntario de quienes están siendo los actores del más bochornoso espectáculo que se ha dado en la justicia colombiana, y ante las dificultades para aplicarles una sanción jurídica, consideramos procedente acudir en la búsqueda de una sanción social. Para tales efectos, podría convertirse en un propósito colectivo de todos los estamentos sociales del país la conformación de una especie de Tribunal de Honor que, aunque no está reglamentado legalmente, ni conlleva efectos vinculantes, tendría como objeto juzgar, desde el punto de vista ético y moral, el comportamiento de tales magistrados, es decir, determinar si los miembros de la Corte Suprema de Justicia que están siendo cuestionados tienen la dignidad para seguir ostentando esa investidura y continuar perteneciendo al mismo órgano del que son miembros. Si resultan declarados indignos, la misma sociedad colombiana terminaría presionando su indispensable retiro, tanto de su condición de magistrados, como de abogados en ejercicio.

Creemos que con este procedimiento, o con uno similar, se protegería el honor de la Justicia, como el más importante bien jurídico de los colombianos. ¡Ese es el Derecho de las cosas!

*Helí Abel Torrado es director de la firma Torras Abogados. info@torras.com 

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