Hace exactamente 6 meses que Don Mario llegó con su mujer a vivir a la cuadrada casa esquinera con tienda a bordo junto al portón de mi abuela. Su relación fue turbia desde el principio, no solo por la histórica rivalidad entre villanuevas y sangileños, sino también por los insignificantes rifirrafes cotidianos de la vida en vecindad.

Que si las bolsas de basura se dejan en el poste naufragan en los aguaceros, que hay que espantar a los perros que cortejan a la poodle del frente, que los traperos secándose en la ventana bajan el avalúo de la propiedad horizontal, etc. Cualquier motivo era bueno para iniciar una inane discusión.

El 31 de diciembre, pocas horas antes de los fuegos artificiales de medianoche, mientras mi abuela trancaba la casa para conducirnos sin afanes a la fiesta de San Silvestre, cruzó miradas con Don Mario quien atendía a su distinguida clientela pasando botellas cerveceras de mano en mano. “Mami, vaya y le dice”, sugirió mi tía, dándole un leve toquecito por la espalda y ofreciendo sus buenos oficios para reconciliarlos.

Entonces entró al local abriéndose paso por entre los borrachos navideños y le lanzó un seco “Feliz año, vecino”. Él se giró, la abrazó, le imprimió un espontáneo beso en la mejilla y le respondió “Feliz año y perdón por todo lo que ha pasado”. “No ha pasado nada. No se preocupe”.

“Voy a comprarle un vino para que se lo tome con la esposa” dijo muy temprano durante el desayuno con arepa de maíz pelado de ese domingo. Se arregló para bajar al parque, colgándose su bolso y asiendo el canasto de mimbre bicolor con el que va de compras.

Salió de la casa y antes de doblar la esquina saludó a un antiguo residente de la cuadra que le respondió con un intempestivo “Si sabe que Don Mario se accidentó?” que la dejó helada. Poco antes de que faltaran cinco para las doce, Don Mario se quedó dormido al manubrio de su moto y junto con su mujer salieron volando por encima del parachoques de un vehículo que les impactó de frente.

El año nuevo los sorprendió en una ambulancia que a toda velocidad atravesaba el Cañón del Chicamocha trasladándolos de urgencia a Bucaramanga en mitad del cielo iluminado por la pólvora.

La fragilidad de la vida nos golpeó sin reservas cuando volvió para contarnos aquel giro inesperado del destino. Rápidamente la triste noticia se convirtió en lo más comentado del barrio de mi abuela y entonces entendió que todas las discusiones que tuvo con Don Mario por pequeñeces que en su momento parecían relevantes se resumían a la nada en una cuestión de microsegundos.

Ante las puertas de la muerte, todo lo demás pasa a un segundo plano y solo lo verdaderamente importante permanece.

Hoy esperando su pronta recuperación tomo esta historia como una lección para el año que empieza. Que 2017 sirva para olvidar los rencores, hacer las paces y reconocer que realmente no ha pasado nada.

LO ÚLTIMO