Un verdadero revuelo se vivió hace poco en casa de unos amigos cercanos, cuando Alejandro su único hijo varón presentó oficialmente a la familia a su novia, una dama que le llevaba dieciocho años de diferencia, el menor y consentido de los 3 hijos que tuvieron Rafael y Adelaida, una pareja conservadora y tradicionalmente católica, acababa de cumplir los veinticuatro años.

Según sus padres, Alejandro nunca había demostrado interés por mujeres mayores que él, sus amigas y sus dos novias conocidas fueron todas contemporáneas, por lo que el hecho de que ahora abruptamente el joven anduviera de amores con una mujer que bien podría ser su madre, los dejaba estupefactos y literalmente a punto de un ataque de nervios.

Totalmente inadmisible era para la señora Adelaida ese, a su juicio, patético amorío y no dudó en calificar a Carmen Helena, su malquerida nuera, como una descarada “asaltacunas”, para nada bienvenida a la familia.

Carmen Helena laboraba como ejecutiva en la misma empresa en la que estaba vinculado Alejandro desde hacía 3 años, no tenía hijos y a los ojos de sus prejuiciosos suegros la dama no era nada agraciada y hasta se vestía poco acorde a su target, aunque su solvencia se evidenciaba en el lujoso carro en el que habían llegado.

Para don Rafael no era tan dramático el asunto del 42/24, pues recordaba que él mismo en sus años mozos también tuvo una experiencia con una mujer que le llevaba veinte años y fue según su balance emotivo, una interesante y enriquecedora experiencia que aún rememora regocijado, pese a que solo duró 2 años. Muy seguro concluye que esos son caprichos de juventud que se sacian y no trascienden.

Alejandro, desde ese día, tomó la decisión de abandonar su casa paterna para irse a vivir con su amada en el lujoso apartamento que ella adquirió en el sur de la ciudad, un suceso mortificante para la indignada madre quien ahora se explicaba de donde salían los gusticos que su hijo se estaba dando últimamente en cuanto a ropa de marca, celulares de alta gama y relojes muy finos, concluyó con desasosiego que su amado retoño estaba sin lugar a dudas solo deslumbrado por el poder económico de la “asaltacunas” descarada, pues no se tragaba el cuento de que estuviese de verdad enamorado de una mujer vieja para él y además fea, aunque durante la visita de presentación se mostraron muy cariñosos y felices.

Alejandro desde que se convirtió en el marido de Carmen Helena, ha preferido mantenerse a distancia de su familia, tratando de inmunizarse de los comentarios y señalamientos prejuiciosos que emanan de sus seres queridos y hasta de sus compañeros de trabajo que lo señalan de ser un descarado vividor sacando provecho de una mujer madura solvente.

A Carmen Helena, poco o nada le importa ser el blanco de un soterrado escarnio solo por determinar a ojos cerrados convivir un idilio pasional con un jovenzuelo pintoso y deseado por muchas de sus compañeras de trabajo de la misma edad de su galán y de repente no se quiere cuestionar si Alejandro en verdad la ama como mujer o como dicen por ahí, solo disfruta de la estabilidad económica y emocional que ella le brinda irrestrictamente desde que se conocieron.

Nuestra sociedad machista ha sido siempre más condescendiente con las relaciones en las que un hombre maduro se involucra con una jovencita que podría ser su hija o hasta su nieta y es hasta redundante el juzgar si la susodicha lo hace por amor o por flagrante interés, aunque por lo general la premisa del interés siempre prima.

Pero si una señora de las cuatro décadas osa ennoviarse o convivir con un muchacho que bien podría ser su hijo, el asunto toma una marcada connotación prejuiciosa y como en el caso de Alejandro y Carmen Helena, serán siempre objeto de mezquina censura, la asaltacunas descarada o el vividor aprovechado, son algunos de los epítetos usados para calificar a la pareja en cuestión.

Las relaciones amorosas en las que hay un abismo generacional marcado son frágiles de por sí, cimentadas como cualquier otra en intereses motivacionales disímiles y compete a cada uno escudriñar en su interior que tan genuinos son los sentimientos albergados en ella o si de repente poco importan esos estorbosos sentimentalismos y se viven relaciones más desaprensivas y maquiavélicas, en las que no importa pagar un determinado precio, conjugándose un peculiar canje consensuado, con términos y condiciones, tácitos o expresos, quizás con irremediable fecha de vencimiento.

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