Busqué de muchas maneras acomodarme en la silla del teatro: cruzaba mi pierna derecha sobre la izquierda, luego al contrario, ponía mi espalda recta y los pies bien pegados al piso, me inclinaba hacia al frente, casi besando la cabeza del otro cinéfilo que estaba en la silla de adelante, creo que él podía sentir mi respiración agitada, angustiada, llena de ansiedad…

Y de ninguna manera pude controlar la tensión especial que me generó la película Inocentes (Les Innocentes), la nueva cinta dirigida y guionizada por Anne Fontaine (también directora de Primavera en Normandía y Coco, de la Rebeldía a la leyenda de Channel). Esta película tiene una historia contundente, certera, y basada en la vida real: Unas monjas violadas por soldados rusos, del ejército rojo, a finales de la segunda guerra mundial en Polonia.  Así de simple y de duro. Porque de entrada uno sabe que no se va a encontrar con una película difícil de devorar…

Pero la historia no inicia con la violación  ―de hecho nunca aparecen las violaciones en pantalla―, inicia con la primera monja que da a luz un bebé, producto de esa violación. Una de las hermanas, escapa del convento para pedir ayuda en un hospital cercano. Solo una mujer, Mathilde Beaulieu, perteneciente a la Cruz Roja y ayudante de los médicos en las cirugías, después de ver orar a la monja y apiadarse de ella, decide darle una mano. Entonces nace el primer niño, y detrás de éste empiezan a aparecer otras monjas que esconden el pecado entre sus hábitos, un pecado que empieza a nacer y a ver la luz de la vida en un convento oscuro y olvidado.

Y es ese hecho, el nacimiento, la vida, cuando las madres se convierten en madres de verdad, el que provoca la reflexión moral de la película. Las hermanas empiezan a dudar de su fe y de la presencia de Dios en su vida. ¿Dónde estaba Dios cuando los soldados llegaron a violarlas?, ¿y dónde está ahora que llegan a la vida niños que son arrebatados por la madre superiora para dejarlos morir en el crudo invierno Polaco?

Es como si Dios huyera cuando las cosas se ponen difíciles, escapara asustado ante las súplicas de estas mujeres. Ellas piden una sola cosa: explicación. Pero no encuentran respuesta, Y es Mathilde quien se convierte en su salvadora cuando trae a la vida a estos bebés y además les plantea una solución para que estas mujeres no sean “juzgadas por sus pecados”, aunque ellas no tengan culpa alguna.

Hay una escena que sensibiliza a Mathilde y la compromete más con su ayuda a las monjas: en uno de los viajes que hace al convento, casi es violada por el ejército ruso. Se salvó porque uno de los comandantes, que llegó en el preciso momento en que dos hombres estaban encima de ella, la obligó a irse de ahí.

Ese hecho, esa experiencia de impotencia y dolor, pone a la mujer en otro contexto, ella siente lo que sintieron las monjas y decide entregarse por completo a ayudarlas, arriesgando su labor en el hospital.

Mientras veía la película me pregunté si la idea de Dios nos vuelve esclavos del pensamiento. Creo que nuestros ideales, esos que adoramos sin hacerles ningún cuestionamiento, esas formas en que concebimos el mundo son como pequeños dioses que mandan dentro de nuestra cabeza. Eso, a la final, por esencia, nos pone como seres politeístas…

Y el final de la película empieza a tornarse dulce, como azúcar en la lengua. Las hermanas terminan por adoptar otros niños más grandes de los alrededores, y con ello logran mantener su secreto a salvo, poniendo a sus bebés como parte de los niños adoptados.

Y entonces una hermana interpreta el piano, y las mojas se toman fotos, y sonríen, y Mathilde, ya lejos de allí, también sonríe, y los niños adoptados sonríen…

Y me logró acomodar en la silla…

Y también sonrío…

¡Película muy recomendada!

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