“La vida no vale nada” dice una canción de Pablo Milanés, que habla de que si somos indiferentes ante los problemas de la humanidad no vale la pena vivir.

Sin embargo, esta melodía me lleva a pensar en otra situación que se ha vuelto casi cotidiana en nuestra sociedad como es el suicidio o como algunos lo llaman: la muerte por mano propia.

Alguien me decía en estos días que se requiere demasiado valor para tomar la decisión de quitarse la vida. Aunque yo diría todo lo contrario, el valor está en mantenernos vivos en contra de cualquier vicisitud humana.

Por eso cuando busco una explicación a una de estas situaciones y aún más cuando esto le sucede a alguien que aparentemente lo tenía todo, no dejo de pensar que en estos casos se trata de una enfermedad, de un mal que aqueja no al cuerpo sino a la mente y, probablemente, a eso inasible que llamamos espíritu. Situación que, en sano juicio, no resulta fácil explicar porqué alguien decide interrumpir con esta vida que, hasta donde sabemos, es lo único con lo que contamos.

Cuando un acontecimiento de éstos ocurre en una persona de especial inteligencia, deportista, con un círculo social, familiar y de amigos muy fraternal, resulta extraño para la mayoría de los mortales.

Es así como el suicidio se puede comparar con otro tipo de muertes súbitas, como un ataque cardiaco o un accidente de tránsito. Son muertes que llegan de repente, que sorprenden a propios y extraños, a la familia y los amigos, a una sociedad que sin proponérselo presiona a sus miembros hasta el punto de llevarlos a un punto de estrés extremo.

La explicación más clara es que se trata de una enfermedad, no física, que no se puede reconocer en ningún examen clínico. Eso que ocupa la siquis, esos fantasmas o, como decía mi papá: esa loca de la casa, que nos lleva a imaginar lo inimaginable.

Como ocurre con un virus, con una epidemia, el tratamiento de este mal debe ser de tipo preventivo. En los potenciales suicidas se dan ciertas conductas como un grito para pedir ayuda.

Curiosamente, muchas de las historias de suicidas que conocemos están ligadas a personas exitosas y en muchos casos individuos que se destacan por su inteligencia y por su especial sentido del humor, como el actor estadounidense Robin Williams.

Por eso considero que quienes deciden tomar esta decisión están en una situación de depresión extrema, y aunque en algunos casos dejan cartas donde piden perdón por el acto que van a cometer, la mayor parte de quienes logran llevar a cabo su cometido, lo hacen de manera silenciosa.

Podría enumerar casos que he conocido de suicidas, tanto en las páginas de periódicos y revistas, de personajes famosos o no tanto. Pero la idea, más que eso, es hacer un llamado de atención sobre la importancia de reconocer que las enfermedades mentales sí existen que, como en otros males, existen síntomas, comportamientos que pueden llevar a pensar que alguien va a cometer un suicidio, para apoyar a esta persona, dándole el sustento sicológico y así evitar que esto ocurra.

Con una adecuada ayuda sicológica y siquiátrica, con los medicamentos antidepresivos apropiados, esta enfermedad y su consecuente expresión última, el suicidio, se puede controlar y manejar. Ya que vivimos en una sociedad cada vez más individualista y competitiva, es importante escuchar tanto las expresiones abiertas como las silenciosas de nuestros seres queridos,  que pueden esconder esa difícil decisión de acabar con la vida propia.

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