¡Buenas las tengan! Algo muy singular sucedió hoy a la hora de la comida (en mi casa se come, ojo, no se toma la cena, a eso de las 7:30 p.m.).

Lo que empezó como una conversación normal, con un cruasán de queso y jugo, (no me gustan las bebidas calientes, considero que son una pérdida de tiempo. Eso de estar soplando a cada rato me causa un hastío profundo) terminó en un debate de épicas proporciones sobre la pobreza.

La conversación se polarizó (como le pasó al país con el plebiscito). A continuación se formaron dos bandos perfectamente diferenciables. Por un lado estaba mi papá, como hombre de izquierda que siempre ha sido, y por el otro lado estábamos mi mamá y yo representando una ideología de centro (pero no la del centro democrático, dios no lo permita nunca jamás).

Y todo fue mi culpa. Lo sé. Todo empezó porque se me dio por espetar la frase: “el pobre es pobre porque quiere”. Sí, así es. Así dije. Ya le había oído a alguien decir que la pobreza es un estado mental. Y no lo dije con arrogancia ni con mayores pretensiones. No soy un nuevo rico ni hago parte de una prestante familia. Siempre he vivido con los perritos de Kennyde, rumbeé en cuadra picha y hasta nueva orden lo seguiré haciendo.

Como era de esperarse, a mi papá no le hizo ninguna gracia mi comentario y dijo a continuación: “¿pero en qué cabeza cabe que alguien diga semejante burrada?”.

Yo, por mi parte mantuve la calma consciente que todavía no se me había dado el suficiente tiempo de explicar con más detalle toda la extensión de mi idea. Mi mamá, por su parte, se unió a mi causa y dijo que estaba en desacuerdo con aquellas personas que se acostumbran a que les den una limosna o cualquier otra subvención porque perpetúa lo pedigüeño.

Mi padre por su parte contraatacó y señaló que si entonces los niños del Chocó y de la Guajira también escogieron ser pobres y morir de hambre. A lo que respondí que por supuesto que no.

Y acá hay que detenerse un momento para explicar, cómo le expliqué a mi padre, del tipo de pobreza de la que hablo. Hablo de los corredores de miseria. Hablo de lo que describe Luis Buñuel en su película Viridiana. Esa clase de personas para los que nunca es suficiente sin importar cuántas veces se les brinde auxilio.

Aquellos que engañan y timan con los auxilios del gobierno. Esos que se hacen pasar como víctimas de una catástrofe o como exguerrilleros o exparamilitares para recibir un subsidio. Pero siguen siendo pobres y se sienten cómodos siéndolo.

Para continuar con el comentario hecho por mi padre acerca de los niños de los departamentos del Chocó y de la Guajira; le dije que es un hecho irrefutable que los gobernantes de estos departamentos se roban la plata y que dejan sin recursos a sus habitantes y que ellos son los directos responsables por las muertes de los niños.

Los funcionarios de esos departamentos son unos asesinos. No hay duda alguna. Pero es bien conocido el apotegma que dice: “cada país merece sus dirigentes”. Yo me pregunto entonces: ¿Quiénes son los que eligen a esos asesinos?, ¿Es que acaso todos esos funcionarios, gobernadores, alcaldes, senadores congresistas llegan a sus cargos por ninfas mágicas o duendecillos que distribuyen puestos con sus bastoncitos mágicos?

Una cosa es segura. No es lo mismo nacer en Noruega o Suiza, nacer en Colombia o México a nacer en Liberia o en la Republica Democrática del Congo. Es evidente que alguien que nazca en cada uno de estos países va a tener más o menos oportunidades de obtener servicios básicos como vivienda, agua, electricidad o acceso a una educación de calidad.

¿A ETWEDA, una niña que nazca en Liberia va a tener más dificultades  y mucho menos oportunidades que BJORN, un niño nacido en Noruega? muy probablemente que sí. ¿Que ETWEDA está condenada, está marcado su destino y vino a este mundo a sufrir y ser pobre por el resto de sus días? Yo digo que no.

Finalmente creo que la suerte de todos nosotros no está en las manos ni del gobierno, ni de ningún santo, ni mucho menos de ningún dios; está en las manos de cada uno de nosotros. Todos llegamos a ser lo que cada uno de nosotros quiere llegar a ser. Una vez comprendemos esto, es fácil ver lo poderosos que podemos llegar a ser. Y no hablo de dinero (al final ser rico o pobre no es algo malo o bueno, tan solo es una decisión propia) sino de convertirnos en verdaderos agentes de cambio. El empoderamiento de nuestras vidas nos lleva a cambiar nuestro entorno y a transformarlo.

En definitiva, mi papá no quedó convencido con los argumentos que presenté anteriormente, ni mucho menos. Sin embargo, sí coincidimos en que hay que tener un mejor gobierno, estrechar  la brecha que separa los ricos de los pobres. Se debe garantizar vivienda, salud y educación a toda la población (increíble que en pleno 2017  todavía haga falta decirlo). Todo  esto para que exista una mayoritaria clase media en el país.

Sin embargo no podemos tener un buen gobierno si no tenemos buenos ciudadanos que elijan a sus gobernantes de forma adecuada. Una red de ciudadanos que piensen por sí mismos y no vendan el voto por una lechona o un tamal. (¿Cuántas lechonas le habrá tocado comprar al señor Roberto Gerlein para estar en el senado durante 39 años?)

Me siento muy orgulloso de mi familia. Tengo que decirlo. Porque aunque la conversación estuvo acalorada y podemos tener diferentes enfoques sobre la situación actual del país. Al final del debate éramos de nuevo la familia de siempre. Como si nada hubiera ocurrido. Y siento que eso es precisamente lo que deberíamos hacer todos.

Poder ser capaces de dar nuestras opiniones, dar nuestros argumentos y luego no olvidar que somos hijos de un mismo suelo. Somos una misma familia, somos hermanos y somos hermanas, y no deberíamos seguir matándonos.

 

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.