Cuando llego al edificio donde funciona la Superintendencia de Industria y Comercio siempre tengo la sensación de que allí se pone en práctica una curiosa forma de justicia, pues el esquema que creó la ley del consumidor de que algunos funcionarios escogidos sean jueces en los procesos de los consumidores contra quienes les vendieron los vehículos genera cierta confusión de actitudes que a veces termina mal para quienes importan o venden los vehículos.

Estos jueces de la Superintendencia tienen una facultad que no tienen otros jueces, pues al dictar la sentencia pueden imponerle una multa a la parte que consideren que actuó en forma temeraria (de mala fe), y en la gran mayoría de los casos el premio se lo gana el concesionario o la marca vendedora del vehículo. No es cosa de poca monta, porque hoy en día la multa puede ser de $ 110.657.550 en los casos más extremos.

Es claro que la intención de la ley es evitar que el consumidor o su contraparte obren de mala fe durante la relación de consumo, que arranca con la venta del vehículo y termina 10 años después de que expire la garantía, o que durante el proceso quieran engañar a la Superintendencia de Industria y Comercio manipulando la información, pero eso de la multa se ha vuelto una espada de Damocles para el concesionario o la mara cuando los citan a la audiencia de fallo, sensación que el consumidor no percibe en ningún momento porque a él no le piden la declaración de renta, mientras que a la demandada le piden que lleve sus estados financieros para cuantificar una eventual multa.

A los jueces de la Superintendencia les es relativamente fácil establecer si el vehículo es defectuosos o no, pero eso de juzgar como temeraria la conducta del concesionario que se resistió a hacer efectiva la garantía porque consideraba que la falla no se debía a un defecto del producto sino a una de las causales de exoneración que consagra la ley del consumidor es harina de otro costal.

No se puede desconocer que en general las marcas y los concesionarios no tienen interés en escamotearle al consumidor los derechos derivados de la garantía (entre ellos el derecho a que se reparen sin costo los defectos del vehículo), pero de un tiempo para acá menudean los listos que llevan su vehículo una y otra vez al taller por razones medio misteriosas (ruidos, perdidas de potencia o encendido del check engine), acumulando ordenes de servicio durante varios años que el juez puede interpretar como una actitud temeraria del concesionario, que todo el tiempo obró de buena fe haciendo esto y lo otro para satisfacer al cliente, sin documentar suficientemente que la falla no existía o era una simple percepción de quien utilizaba el vehículo.

Buenos jueces tiene la Super, pero todos somos impresionables.

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