La ciudad despierta bostezando a las 7:00 a.m., la neblina cubre cada edificio y el frío enhiela los cuerpos de todas las personas que habitamos Bogotá.

El sonido del rechinar de las llantas, me recuerda el jeep destartalado en la vereda. Todos se peleaban un puesto en el carro, para venirse a trabajar a la nevera. Añoraban con ansias poder pisar el suelo de la única tierra que les brindaría un mejor futuro.

Es que recuerdo que decían: ¿Existirá algo mejor que irse para allá? Algunos decían que sí, que claro que existía, que Bogotá era un pedazo tan mínimo e insignificante que el mismo mundo se olvidaba de ella. No les creí y míreme donde estoy.

Mis ojos eran grandes, tenía pelo negro, largo, rizado hasta las rodillas, ropa motosa, acento pausado y mirada pérdida, tengo esa imagen en mi cabeza, como si fuera ayer. La cara me delataba. Era muy tranquila, aburrida y hasta lenta. Ya de esos rasgos de mulata no queda nada, solo las historias.

Llegué sola hace más de 40 años. Mis paisanos no entienden que esto es un monstruo que se come todo a su paso, destroza al raro, al ignorante como yo, vuelve nada al débil dejándolo en su más mínima expresión.

Hoy hablo bien, muchísimo mejor, leo no tan rápido, pero me gusta. Después de muchas vueltas y de andar de mano en mano, me casé con un hombre brillante. Él me hizo mujer en todos los sentidos, me hizo humana, gracias a él soy quien soy.

Es que yo era una pueblerina temerosa, limitada. Sin ton ni son. Pedrito cambió mi vida ¡Qué bendición de Señor!

Ahora que tengo aspecto de anciana, siento que tengo mente de niña, que guardo todos los deseos que tenía de joven. Me quedaron tantas… cosas por hacer.

Es que la guerra me votó de mi tierra, de donde soy. No he sido capaz de volver, ni siquiera de arrimarme por allá. ¿Y es que sabe qué es lo que más me duele? Que yo me muero así, sin comer las arepas de mi pueblo, sin poder perderme en los paisajes de la finca en la que crecí, sin escuchar el sonido de la libertad, la brisa de la tarde, el rocío de la mañana. Me llevo ese dolor en el corazón.

¡Olvidé el olor a campo, a paz, a calma. Todo aquí es angustia, problemas, miedos, desespero!

Y ahora el presidente con esa bendita idea de los diálogos de paz, pretende remediar el sufrimiento de todas las personas como yo, que fueron obligados a borrar su pasado de la mente.

¡Qué tal eso! ¡En este país se perdona lo imperdonable y se olvida lo inolvidable!

Es que esas memorias no se borran tan fácil de la mente. Si yo que soy una anciana, todavía las tengo presentes. Imagínese personas jóvenes como de su edad, todos los traumas que tienen.

De hecho, hay hechos que me persiguen constantemente. Escucho los disparos, los gritos, la violencia y el uso de la fuerza con las mujeres. Sueño con el llanto de los niños, oigo el paso de las botas de caucho, el sollozo de la gente.

¡Ese calvario no se lo deseo a nadie!

¿Y es que quiere que le cuente algo entre nos? Me gustaría mucho poder perdonar, olvidar y seguir adelante, pero es que no puedo. Créame que lo he intentado pero mis raíces, mi familia, lo que soy no me deja.

Seré siempre la mulata nostálgica, la morena desdichada que el destino la obligó a dejar su felicidad enterrada en terrenos de nadie, esa que trae en el alma baños de sangre, mares de llantos y cientos de noches inundadas de lamentos ¡Es que yo nunca jamás pude volver a ser la misma!

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