Tal pareciese que ya forma parte de la idiosincrasia del colombiano, sin importar el estrato social donde se encuentre clasificado, sea el discriminador de rancio abolengo criollo- español, un erudito ermitaño, un soterrado arribista o un parroquiano cualquiera que se gana la vida con el sudor de su frente.

Los colombianos vivimos discriminando, consiente o desprevenidamente, pero lo hacemos, ya sea por cuestiones de creencias, preferencias sexuales, ideología política, raza, condición social etc., nos creemos con el derecho de considerar inferior y de menos valía a otro fulano tan humano como uno, que tiene necesidades fisiológicas e igual que cualquier mortal que habita este planeta, vamos hacer enterrados cinco metros bajo tierra o chamuscados hasta las cenizas, pues todos somos mortaja putrefacta cuando dejamos de existir.

Para que entonces tanto orgullo, tanto pinche exacerbado para con otros congéneres, no veo la razón. Esta retahíla viene a colación por los recientes hechos discriminatorios que salieron a la palestra pública y que involucraron a Carmen Cecilia Beltrán Pájaro en el Club Naval de Cartagena y a la niñera del artista Pipe Peláez en un restaurante, a las cuales se les negó rotundamente el acceso solo por ser empleadas domésticas.

Hasta en las telenovelas vemos aun con frecuencia como los personajes que representan a la servidumbre son humillados, maltratados discriminados y coscorroneados, recuerdo esa clásica producción llamada ‘La abuela’, donde la fiel criada Zenobia representada por la actriz Ana Mojica, recibía toda clase de improperios por parte de su patrona, la cruel Brígida Paredes, que solía gritarle cuando se enervaba con ella “¡india patirrajada, animal de monte!” y recibía rejo sin misericordia, y aunque era ficción, es un pálido reflejo de la realidad que enfrentan las empleadas domésticas hoy en día , a las que despectivamente también se les suele decir, cachifa, manteca, gata, criada.

Recuerdo el caso acaecido en una unidad residencial de Santiago de Cali, clasificada dentro del estrato 5, cuando se formó tremendo alboroto e indignación entre la mayoría de sus residentes, por el hecho de que una “criada descarada” se atreviera a usar la piscina, quebrantando de manera flagrante uno de los estatutos insertos en el manual de convivencia.

La bella y descarada criada tomó un baño con los niños de la casa para la que supuestamente trabajaba.

Tras el incidente se convocó a una reunión extraordinaria del comité de convivencia y hasta se llegó a rumorar que clamaban se vaciara por completo la piscina, pero en vista a lo engorroso del asunto y los costos que eso les representaba a sus bolsillos, se limitaron a enviarles una enérgica comunicación, acompañada de varias fotografías como prueba documentada, a los patrones infractores y acto seguido mandaron a “desinfectar” la piscina.

El supuesto patrón de “la criada descarada” no menos indignado les respondió a sus vecinos con una contundente comunicación abierta que colgó en la cartelera de la entrada principal, donde informaba a todos los estupefactos discriminadores que “la criada descarada” no era tal y sí, la sobrina de su esposa.

Advirtió también, que tanto la bella sobrina, como sus niños presentaban un fuerte salpullido tras usar por primera vez aquella piscina, discerniendo con sarcasmo que se debía de repente a que esas aguas estaban contaminadas de pendejo arribismo e infame discriminación, esa que segregaban todos los que en ella chapuceaban su mezquino orgullo. Junto a la nota instaló un letrero grande anunciando la venta o alquiler de su casa.

Ojalá todos adoptásemos la postura de indignación ante actos discriminatorios como lo hizo Pipe Peláez, quien sin pensarlo dos veces, prefirió abandonar el restaurante después de que discriminaron a su niñera o como lo hizo la misma Carmencita, quien ni corta, ni perezosa, instauró una tutela que obligó al Club Naval de Cartagena a modificar los reglamentos discriminatorios, o como lo hizo ese residente que prefirió vender la casa e irse con su familia a otro lado.

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