Yo le apretaba fuerte la pata mientras el pulso se le desvanecía con el ingreso a su torrente sanguíneo del cóctel mortal en aquella camilla fría de metal dispuesta para su último viaje; mis lágrimas caían a borbotones sobre su barcino pelo cuando le repetía incesantemente en el oído y con un tono tranquilizante: “nunca te olvidaré pequeña amiga, pronto nos veremos, gracias por amarme tanto como lo hiciste”.

Josefa era una bóxer atigrada, apacible y media loca que llegó a mi vida de manera atravesada unos días después que mi madre decidiera marcharse dejándome un enorme vacío en el corazón.

Llegué del colegio con el sinsabor de la pérdida rondando mi cabeza, recordado a mi mamá que se había ido; ya no habría más quien me reciba con ese saludo cálido y plagado de amor digno de todo medio día. Subí las escaleras y entre el horizonte se veía un par de orejas diminutas en forma de pañuelo que se batían torpemente en el descanso del último escalón, a ellas las acompañaba un rostro cargado de sorpresa ante la novedad de verme, y un pedazo de cola que se movía rápidamente para darme la bienvenida. Un ladrido agudo y rimbombante me estremeció; sí, era ella, la acababa de conocer e inmediatamente mi semblante cambió y se adornó con una sonrisa amorosa solamente desdibujada algunos años después con su expiración final.

La primera vez que fui al veterinario con mi nueva compañera, el médico me advirtió algunas cosas sobre esa raza en particular, me dijo que ellos tenían una alta predisposición a tener tumores, muchos de los cuales podían ser malignos y por tal razón debía controlarse con mucha atención cualquiera de los síntomas que luego me describió. Fue esa la primera vez que pasó por mi mente la idea de perderla ya que siempre asumí (aun en mi corta edad), que un tumor era sinónimo de cáncer, es decir de muerte.

Yo la veía tan llena de fulgor, de emotividad y con una energía que parecía no tener fin y por eso se borraban de mi mente esas consignas que el veterinario tan seriamente me había dado; a mí lo que me importaba era disfrutar todas las tardes en el parque con ella, correr con ella, caminar con ella, acompañarla en las noches tormentosas para que mi presencia le mitigue el miedo a los truenos. Mientras yo la acompañaba, ella sin quererlo me hacía una terapia psicológica para curar la ausencia.

Solo durará unos segundos, dijo el médico en tono pausado mientras tocaba mi hombro con su mano y desempacaba la jeringa que contendría el fármaco que “dormiría” para siempre a mí amada Josefa; ella no sufrirá, aseveró, ya que en el mismo momento de haber terminado de descargar todo el contenido de la jeringa, habrá fallecido. Mi alma se hizo trizas.

Una noche estaba de cumpleaños; había pasado un día cargado de regalos, felicitaciones, dulces y abrazos como suele pasarle a un niño; recuerdo que llovía torrencialmente (de esos aguaceros que comienzan no entrada la tarde y se prolongan hasta la madrugada). Me alistaba para dormir y pensé en ella, la que le tenía pavor a ese tipo de noches borrascosas; pregunté dónde estaba y mi me dijeron que en la terraza.

Aunque tenía una casa espaciosa y muy bien acondicionada donde no solo no se mojaría sino que estaría algo resguardada del caos reinante afuera, no dudé ni un instante y subí corriendo con una linterna en la mano ya que como de costumbre cuando hay eventos climatológicos de ese tipo, no había luz.

Atravesé corriendo la encharcada azotea que era eterna en ese momento, luego dirigí el haz de luz hacia su casita y allí estaba, acongojada y gimiente en medio de la sórdida noche que la soportaba. Ingresé rápidamente para darle ese abrazo que seguramente esperaba con ansias, para trasmitirle mi calor y decirle que no estaba sola.

Tenía tan solo cinco meses de edad y fue la última noche que durmió en ese lugar; de ahí en adelante, y hasta sus últimos días de vida, estuvo cerca de mí siempre.

¿Qué harás con el cuerpo después de la eutanasia? preguntó la recepcionista de la clínica veterinaria, y yo, abrumado por la situación que afrontaba, agaché la cabeza sin musitar palabra alguna, miré sus brillantes ojos ya gastados por el dolor de la enfermedad y con mis temblorosas manos quité su collar de cuero café con taches cromados que un par de años atrás había puesto en su cuello.

La noche en que mi padre murió, Josefa se escuchaba agitada, intranquila y desesperada; algo no la dejaba en paz y se movía por toda la habitación totalmente descontrolada. Yo no lo sabía, pero en la habitación de al lado, mi papá luchaba por su vida mientras el vómito, que lo encontró dormido, entraba a sus pulmones haciendo que bronco aspire.

Hace poco tiempo, por intermedio del amor, conocí una historia corta y anónima cuyo nombre es “El puente del arcoíris”, en la que se narra el trasegar de una mascota cuando muere hasta que llega el día feliz de reunirse con su amo en la otra vida.

Me cautivó tanto ese pequeño y sentido escrito que me ha acompañado durante muchos días en la mente.

Siempre me imagino la hora que llegue ese momento plácido del reencuentro con mi adorada compañera de orejas largas que le tapaban los ojos; esa pequeña bóxer que corría por los parques persiguiendo el madero que le había lanzado, o se revolcaba en el barro de las tardes lluviosas.

Yo atravesaré corriendo ese delicado y espumoso puente multicolor lleno de valles y colinas, donde hay muchas mascotas batiendo su cola de lado a lado mientras esperan a sus amigos; y allá, a lo lejos, ella estará ladrando con su tono agudo que tanto me tranquilizaba invitándome a cruzarlo juntos para siempre.

Josefa expiró pasada la una de la tarde; su lengua que tantos besos me dio en su corta vida, se descolgaba de su hocico haciéndose cada vez más fría, y su pata izquierda (por donde entró la inyección) reaccionó por última vez convirtiéndola en un ser inanimado.

Su cuerpo regresó a la naturaleza donde todo comenzó, con ayuda de mi padre la enterré en el pequeño apartado de un bosque cercano que usualmente visitábamos los domingos para hacer camping.

Allí su cuerpo fue devuelto a la tierra donde pertenecía, para que abone ese valle escaso de eucaliptos que yo posteriormente miraba todos los días desde lo lejos evocando los mejores días de mi vida.

Y después del puente estará él, apacible y tranquilo como de costumbre para completar el trípode.

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