Nunca se nos prepara para ese momento inevitable al que todos los mortales estamos condenados desde que nacemos, ya sea por causas naturales, la venerable vejez, un accidente, asesinados o una enfermedad, queramos o no, el fin de la existencia llegará tarde o temprano.

A pesar de todas las vicisitudes que podamos enfrentar a lo largo de nuestra existencia, amamos vivir, despertar cada mañana, respirar, disfrutar de todos los privilegios que nos brinda este bello planeta tierra, compartir con nuestros seres queridos, gozar de las banalidades materiales y no concebimos que esa amañadora y a veces ingrata vida esté ligada estrechamente a eso que llaman muerte, esa misma sobre la que se han levantado mil y una teorías científicas, filosóficas y religiosas.

Esa  vilipendiada parca a veces nos hace un temido guiño para recordarnos que no podemos perder tiempo, que cada segundo es invaluable y que estamos aquí para ser felices y gozársela día a día, sin soberbia y sometidos a las torpezas e insensateces  propias de nuestra condición humana.

Nos enfrascamos ciegamente en seguir los cuadriculados patrones sociales, en cimentar la existencia para lograr eso que llaman éxito, nos convertimos en autómatas de un sistema que sin contemplaciones nos exige que produzcamos para poder sobrevivir y alcanzar nuestra fijada meta de vida.

De repente todo sale a pedir de boca para muchos mortales y sin mayores contratiempos logran el anhelado éxito que siempre buscaron.

Otros quizás por falta de constancia, mala planificación, falta de oportunidades o flagrante desidia existencial, terminen  asilados en el territorio de los fracasados de la vida.

Hace poco esa parca me hizo un sorpresivo guiño, ¡susto tenaz!

La verdad sea dicha, ¡ tun, tun, tun…tun…tun. !, mi corazón arrítmico prendió la alarma y me recordó impiadosamente que soy un simple mortal, obligándome de paso a replantearme algunos aspectos de mi existencia que ya se acerca al medio siglo.

No me he debatido interiormente cavilando en si soy o no exitoso, más  bien en que he dejado de hacer, experimentar y vivir por estar como voluntario prisionero en ese cuadriculado sistema social que nos ha  convertido en autómatas que trabajan, comen, duermen y se reproducen, impidiendo darnos la merecida licencia para vivir y disfrutar a plenitud la bella vida.

No hay tiempo para aplazar más ese viaje soñado, ese abrazo y ese beso reconciliatorio, ese  contundente ¡sí! a la persona amada.

No hay tiempo para ser esclavo de mi trabajo ni mucho menos de la terrena vanagloria, no hay tiempo para rencores, no hay tiempo para perderlo en ocio desmedido, solo hay tiempo para vivir el día a día sin restricciones pero con sensatez y no hay tiempo para esperar a que la traicionera parca nos vuelva hacer un temido guiño que puede ser el último.

LO ÚLTIMO