Ser niño o bebé, anciano, o como dicen ahora adulto mayor, implica enfrentarse a una dura realidad, a que no podamos defendernos por nosotros mismos, a que alguien deba ayudarnos en las actividades  cotidianas.

El término que se utiliza es “el cuidador”. Ese ser, a veces bastante anónimo, que acompaña a los indefensos, de día y de noche. Este trabajo que, cada día resulta más oneroso, ha ido generando una profesión, un oficio o una especialización que busca atender las necesidades variadas de seres que, por diferentes razones, resultan débiles y requieren especial apoyo.

Todo comienza con la aparición de una enfermedad, especialmente de una situación crítica, que requiere estar de día y de noche al tanto del desarrollo de una patología crónica. Y ahí, como dice el refrán: “Cristo comienza a padecer”.

El impacto sobre la familia es el que se da inicialmente y en especial cuando se trata de personas de bajos recursos. Sin embargo, así se tenga suficiente  dinero para pagar una medicina prepagada, el golpe a la economía familiar es muy alto, ya que este servicio no es cubierto por los sistemas básicos de salud: EPS o subsidiados; lo que lleva a requerir pasar por comités o tutelas.

Otra situación es el desgaste a que se ven abocados todos los integrantes de este círculo cercano del enfermo. Es decir que los temas físicos y mentales, de cada uno de los individuos incluidos en este sistema, hacen que hasta las relaciones más fuertes comiencen a flaquear. El constante cuidado, el manejo de la limpieza, que incluye el lavado corporal y en muchos casos el de los excrementos, además de la alimentación, son clave para sacar adelante a cualquier enfermo.

Por más amor que se le tenga a una persona, a un pariente, sumado al trato permanente, a la situación crítica hace que las relaciones se vayan resquebrajando. El tiempo y la dificultad de repartir las obligaciones, en cuanto a la atención de los enfermos, hacen que hasta el más fuerte vínculo familiar se vea en aprietos de romperse.

Por eso, sin duda, la enfermería es una de las profesiones más meritorias. Se necesita tener prácticamente nervios de acero y una sensibilidad a prueba de fuego, para resistir las emociones y los diferentes ataques o expresiones de quienes están inmersos en una enfermedad.

Casos como el cáncer, con sus terapias radiológicas y quimioterapias, que requieren acompañar y asistir a los pacientes, de manera continua y sin saber exactamente las respuestas que se tendrán, hacen que no exista una rutina específica o precisa. El ser humano es impredecible y bajo una situación de enfermedad mucho más.

Cuando las cosas van bien, el trabajo no es valorado de suficiente manera; mientras que al aparecer los problemas en el cuidado o atención del enfermo, hacen que se genere un rompimiento entre el cuidador y quien es cuidado.

Tal vez por eso puede ser preferible que no exista relación de parentesco entre ambas partes. Además es importante que el cuidador tenga espacio y tiempo para recobrar sus energías; luego de enfrentar las duras, intensas y extensas jornadas.

En una sociedad cada vez más impersonal, donde las familias son pequeñas, de un solo hijo; el tema del cuidado se ha vuelto cada vez más complicado. Los costos y el manejo del tiempo, la falta de solidaridad, hacen que en ciudades como Bogotá se haya vuelto un buen negocio la construcción y remodelación de  espacios para los adultos mayores.

Por eso, mientras no sea clara la política pública para atender tanto a los adultos mayores como a toda la población vulnerable, que requiere de un especial cuidado, este manejo será una de las situaciones más complejas de la atención de la salud de las personas mayores.

Tal vez haga falta una póliza de seguros o un sistema de atención, dirigido especialmente a brindar apoyo a quienes sufran dolencias crónicas, para que el aumento en la edad de los habitantes de nuestro planeta y por consiguiente de las enfermedades crónicas, pueda ser atendido de manera adecuada por profesionales en salud o personas que conozcan de ese duro oficio que es “el cuidado”.

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