De principio a fin, el referendo independentista de Cataluña fue ilegítimo. Y no solo lo dicen los aliados del presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, o los partidarios de la unidad de España: muchos de los propios catalanes no votaron o votaron ‘no’ porque consideraban que el referendo era ilegal.

En efecto así lo fue: una votación, de ninguna manera, puede considerarse legal si las urnas están en cualquier lugar, si la gente puede depositar papeletas más de una vez o si se puede votar en cualquier lugar y sin identificación.

Por eso, resulta ridículo que el gobierno de Cataluña dijera que el 90 % de los votantes había elegido el camino de la independencia. Las garantías que los independentistas tanto reclaman de parte del gobierno español tampoco se vieron a la hora de hacer una votación legal y transparente, como pretendían.

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Claramente insistir en el camino de un referendo a la fuerza y sin pies ni cabeza no podía terminar en nada diferente a lo que terminó. Y es que tal era el afán de los catalanes por salir a cantar la independencia que se les olvidó sumar (o al menos se confundieron), ya que la suma de los resultados sorprendentemente dio 100,88 %.

A todas luces, la solución más lógica para quienes aún creen en la democracia de los votos es un referendo legal. Es decir, uno avalado por el gobierno central y que deje a los catalanes decidir su futuro, como tanto insisten al ‘pelar el cobre’ nacionalista. Tal vez ni siquiera el Estado federal que propuso el alcalde de Zaragoza es la salida, aunque la propuesta no es insensata.

Pero en este caso, ninguno de los dos bandos quiso ceder y, en cambio, se embistieron cabeza con cabeza, tal y como lo harían un par de carneritos irracionales: ni los catalanes quisieron la vía de un referendo legal, ni el gobierno de Rajoy quiso abrirle la puerta a una eventual independencia de Cataluña avalando una votación legal. De alguna manera, los dos extremos le daban motivos a su adversario.

Y la terquedad de lado y lado, sumada a la (siempre) torpe gestión de Rajoy, desembocó en el caos del domingo: más de 800 heridos e imágenes dramáticas de personas heridas a raíz de la excesiva y salvaje represión de la guardia civil. Y claro: la lastimera reacción de algunos catalanes encarnada en el rostro lacrimoso del futbolista del Barcelona Gerard Piqué.

Pero la torpeza de Rajoy de ninguna manera representa un triunfo, como él mismo parece haberlo asumido al gritar a los 4 vientos que el tal referendo no existió. Más bien es una derrota, ya que su prestigio quedó por el suelo y empieza a haber ruido de dimisión.

Los porrazos de sus policías parece que van a terminar por sacarlo a él (además de a la propia Cataluña, pero de España), o al menos, van a hacer del resto de su gestión algo muy amargo. Y tampoco se ayuda: cualquier manifestación que surja y que lo cuestione la responde con más violencia, que parece ser su única opción, en lugar de, por ejemplo, permitir las votaciones y desconocerlas al día siguiente. No tendría en este momento la ‘soga en el cuello’.

Pero hablemos en serio: el nacionalismo catalán es tanto o más reaccionario que el nacionalismo español, y la tan anhelada independencia tiene que ver más con el orgullo y narcisismo que con motivos históricos y culturales. Sea como sea, la situación ahora es de incertidumbre y la situación es difícil, como dijo el rey en un predecible y gaseoso discurso en el que se dedicó a echar culpas.

Y quedó en el ambiente la polarización de siempre: Carles Puigdemont, presidente de la Generalidad de Cataluña, dijo que anunciará la independencia (basada en unas votaciones claramente ilegítimas, como ya se dijo), y el gobierno central, por supuesto, no va a ceder en su postura. La opción del diálogo también existe, aunque no se toma con mucha confianza. Lo único que parece quedar claro en toda esta cuestión es que, como dice el viejo refrán, lo que empieza mal, termina mal (y con sangre).

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