“Chalo, ven, ayúdame, el computador no sirve” es una de esas frases de mi hermana que con la fuerza de los años se volvió parte del canon familiar y a la que me acostumbré en medio de alguna crisis informática de aparente gravedad.

Afortunadamente tales emergencias siempre pastaron tranquilas dentro del corral de mis incipientes conocimientos computacionales: Un inesperado teclado desconfigurado, una rebelde conexión a internet que va a huelga, una imagen de Google que se negaba a ser guardada, una diapositiva con el efecto incorrecto, etc.

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Pero nada de ello me había preparado para lo que mi hermana me mostró aquel sábado hace más o menos un año.

No importaba el archivo de Word que se seleccionara, podía ser el resumen de una clase reciente o una investigación sobre hematocritos, todos se abrían desplegando un rosario de símbolos incoherentes.

Su contenido no era un idioma, mucho menos español, solo caritas gesticulares, signos zodiacales y figuras geométricas que habían reemplazado a las palabras.

Cada uno de ellos había creado automáticamente un archivo de texto (.txt) de idéntico nombre a su lado, todos con la misma consigna, el link de una página web junto a la fría expresión Read me!. Era inevitable hacer clic sobre él.

Entonces mi explorador de internet fue redirigido a la carta de secuestro más decente que hasta el día de hoy me ha tocado leer. Una misiva escueta, redactada bajo el método cartesiano, en la cual un grupo de hackers rusos de impecable inglés me ponía al tanto de lo que estaba ocurriendo, narraban con aburrida cotidianidad cómo todos los documentos de mi hermana estaban encriptados y concluían su cínico memo con la generosa oferta por tiempo limitado de darme la clave para desbloquearlos por el módico pago de 500 dólares en Bitcoins.

Nunca en todos mis años como declarado pirata informático, bien fuera en el colegio descargando canciones por Ares para llenar un mp3 con todo el tropipop que soportara su capacidad, ni más adelante en la universidad jugándome los circuitos de mi vieja laptop en servidores serbios que me prometían los últimos capítulos de Dr. House, había visto algo así.

Ese día, al introducir su USB en algún infectado computador de biblioteca universitaria (los baños públicos del ciberespacio) mi hermana se convirtió en una de las 80 víctimas de robo de datos que tuvo Colombia durante 2016.

Así fue como conocí de primera mano los demoledores efectos del ransomware, la modalidad de extorsión computacional que está de moda en el planeta entero por cuenta del misterioso ataque informático lanzado este mes.

Aun cuando cada nota periodística nos hace sentir que este es un problema de otros países, pues tratan en su mayoría sobre la NSA, Microsoft, Sysmantec y otros nombres propios que suenan muy lejos de aquí, la realidad es que cualquier colombiano está expuesto a que su equipo sea contagiado por WannaCry.

Esta semana, ese virus impertinente nos dejó claro cuán interconectado está el mundo, y si no, que lo diga mi hermana.

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