A veces, así sea dentro del universo ideal de las metáforas, las revelaciones de un ser colectivo llamado ciudad, aparecen con fuerza como pasado y destino.

Me refiero a Barranquilla, ese cruce de caminos improbables que mucho antes de ser villorrio, poblado o municipio, fue y sigue siendo sustancialmente un “Sitio de libres” como se le conoció entre las brumas del siglo XVII, doscientos años antes que fuera la ciudad recostada contra las Barrancas de San Nicolás en los terrenos coloniales de la antigua hacienda de Camacho.

Y escribo esto porque estoy acá en la capital del Atlántico donde aún en febrero las brisas del Caribe aguantan y morigeran la temperatura, antes de que se prenda el mechón singular de las festividades y las celebraciones, antes de que se desate el rio carnavalero, hermano siamés del Magdalena, que también se precipita en tropel en las aguas ebrias del Caribe en estos tiempos de asombro, cuando el chillido de la flauta de millo se instala en el encéfalo urbano donde retumban también las tamboras y los acontecimientos de la felicidad colectiva.

Y digo metáfora, porque si bien las realidades son a veces duras certezas de la vida cotidiana, de las dificultades y de los dolores sociales, en Barranquilla sobre todo en tiempos de carnaval pero aun en la molicie de los días planos y normales que desfilan solitarios y sin comparsas, debido a sus orígenes de lugar poblado y construido por hombres y mujeres libres, en Barranquilla pareciera que los horrores de las diferencias no existieran, así, en el fondo, la rueca de las contradicciones sociales también muela a la gente y Curramba en ese sentido, sea tan dolorosamente colombiana como cualquier otra ciudad.

La sociedad de esta ciudad logra en la imaginación, pero lo logra, borrar fronteras de clase, raza o religión, de tal modo que las relaciones entre las gentes incluyendo todas las diversidades, no pasan ni por la hipocresía, ni por la zalamería. Pasan, más bien, por una cierta fraternidad que hace que el portero sea un igual al señorón, que el vendedor se parezca culturalmente al gerente.

Esa “igualdad” está sustentada justamente en la historia de la ciudad. Acá y por ser un cruce entre las coloniales Santa Marta y Cartagena y un inicio de camino hacia el interior del país colonial de antaño por su vía natural del Magdalena, se juntaron espontáneamente las gentes que evadían como acto de conciencia el determinismo de las autoridades coloniales españolas.

Negros, muchos negros cimarrones evadidos de la esclavitud, indígenas liberados por vocación propia de las encomiendas, putas de todos los lados, habladores de carreta, caminantes, artistas perdidos en la aventura de la dromomanía, comerciantes, contrabandistas, malandros que desde el siglo XVII se fueron juntando y viviendo en este arenal fértil e incondicional.

Barranquilla era tan libre, que durante centurias ni aparecía en los mapas, ni estaba sujeta a la administración colonial, acá no había leyes (anarca siempre la pelada Curramba) ni siquiera había nacido en torno a una plaza española sino alrededor de un vacilón, ni mucho menos obedecía a la arquitectura cuadriculada.

Barranquilla se fue dando, creció salvaje, espontánea, desordenada como una adolescente lasciva y echá p´alante. Vino la modernidad, llegaron como siempre otros inmigrantes, asiáticos, europeos, árabes. Y a ese original conglomerado de bacanes y bacanas se le unieron nuevas sangres, ideas y creencias que de todos modos nutrieron los arroyos mentales de la urbe que se fue consolidando.

Pero siempre permaneció y permanece, el espíritu de la libertad, la igualdad y la fraternidad, que hace que por lo menos en la metáfora, acá la gente se sienta igual, o menos excluida de la vida cotidiana por los poderes. Que la gente se trate juntándose los codos, sin el nauseabundo respeto de la venia.

No lo puedo afirmar como un predicado científicamente comprobable, pero me da la impresión que el propio Carnaval nació en el siglo XIX justamente para catalizar toda esta identidad en un solo acto de frenesí de libertades, en una emancipadora cumbiamba año tras año.

Esta fiesta de la cultura barranquillera de la cercanía y el roce, se alimenta de sí misma, se nutre de risotadas y extravagancias. Es entonces cuando la metáfora que pone en escena la ausencia de clases o de diferencias, actúa como embudo por el cual se cuela la savia, hecha de zapotes y sudores, de fritos y mapalés…

Y para reforzar desde la creación y la reflexión todo este bagaje, todo este volcán horizontal de gozadera y de conciencia colectiva, quince días antes del gran carnaval, se pone en escena el Carnaval de las Artes, dirigido por mi pana Heriberto Fiorillo.

Crear y pensar y pensar para poder crear, con los mejores espectáculos. Acá estoy esperando a Richie Ray. De pronto no regreso. En Barranquilla me quedo como decía el minotauro cartagenero que se murió el otro día y más mito se volvió.

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