Hace unos días me negaron un beso. El suceso, del que no he dejado de hablar y que entonces servirá de prueba de lo poco que estoy acostumbrado al rechazo –no por exitoso sino por precavido– me hizo insistir en todas las maneras de las que en ese momento, en suficiente estado de embriaguez, se me ocurrieron: argumenté que no corresponderme era injusto, aunque ya no me acuerdo en qué ley se basaba la injusticia –habrá de ser la del deseo–, expliqué cómo no representaba ningún compromiso, si esa era la preocupación, pues yo viajaba en pocos días a otra ciudad y me desentendería del asunto, y, luego de mucha insistencia –nada más faltó decir, como Juan Gabriel, “¡hazlo por quien más quieras tú!”–, decidí besar al resto de la fiesta en señal de protesta. El episodio, que no me generó vergüenza entonces ni lo hace ahora mientras escribo, me hizo merecer el apodo de “El persistente”.

A propósito de ese día, he estado pensando en la insistencia. La reacción que se creería natural, de arrepentimiento me imagino, no llegó, y en cambió me pareció ver en el acto de argumentación, que no era otra cosa que fidelidad a lo que creía merecer, la dignidad misma. Lo que en apariencia resultaba indigno –pues era abandonarse por otro– me pareció un acto de valentía en tanto me reconocía suficiente para tener aquello que deseaba: esto es, me hice consciente de mi valor. Pensé luego que esa insistencia, fundada en las señales que me hicieron creer que sería correspondido, era ser digno, y que la indignidad –el “no quererse”– solo podía venir después, cuando quedara claro que no había interés de la otra parte, pues aceptar la derrota, en su momento, es la dignidad también.

En una de sus canciones que más me gustan, “I’m your man”, Leonard Cohen, uno de los héroes que murieron este año, narra que, por quien ama, será lo que sea: un compañero, un boxeador, un médico, un padre y varias cosas más, según se requiera. “Soy tu hombre”, dice convencido de que es a la vez el ideal y también la multiplicidad, pues está en capacidad de ser todo a la vez que es uno solo: el hombre.

Su actitud, verán, no es pretenciosa, sino digna, de quien descubre que lo es todo –que es infinito–: a través del deseo, conoce la dignidad humana. Me digo, entonces, que saberse muchos –e insistir en lo que se quiere, que es insistir en quien se es–, si no atenta contra el otro –la dignidad ajena– es la dignidad misma: el orgullo, la nobleza y el amor propio.

Es ser generoso con uno mismo, y no con el otro aunque así lo parezca en principio, y es la estima que, a través del interés que muestro en otro, me demuestro que siento por mí. Me veo una vez más ser persistente –reconozco además que lo volvería hacer– y me pongo a escribir no sé ya si por consuelo o por demostrarme una vez más, con palabras y ya no en la insistencia –aunque acaso escribir no será otra forma de insistir–, en la estima que aspiro a tenerme.

Funciona, me digo, pues me veo aquí con absoluta dignidad. Digno y no besado.

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