Tras la firma del segundo acuerdo de paz entre el gobierno y las Farc, cuyas discusiones más fuertes se centraron y se centran sobre las mecánicas mismas de la desaparición de las Farc como guerrilla armada, su participación política, la justicia que les será aplicada, la desmovilización, la amnistía, la dejación de las armas, la refrendación del acuerdo, son los temas que llaman la atención de los medios y de la sociedad. Y está bien que eso ocurra, que se ventile, se discuta, siempre y cuando todo conduzca a la paz y no a la dilación del proceso con propósitos electorales para el 2018, propósitos ya claros en las huestes de la derecha pura y dura. Pero…

Sí, escondido por la punta del iceberg, está el gran “pero”, el otro proceso de paz, ese sí definitivo, necesario, histórico. El de la construcción de la paz social, que es la única “duradera”, el de la ampliación de la democracia (o simplemente la existencia de una democracia mediocre, en un país al que el gobierno del pueblo y para el pueblo, cuando menos le ha sido esquivo). Temas, por ahora, desdibujados en el panorama de la atención nacional, ocultos, latentes…

Si bien los acuerdos precisos en materia de la negociación Farc-Gobierno harán parte de la historia, no serán sino un momento. Pero la historia, tozuda y larga, tiene otros tiempos. Que por ser amplios, son justamente los que consolidan los procesos y producen cambios verdaderos en la sociedad, la política, la economía y las costumbres.

Son esos los tiempos del cambio social, de las reformas, de la puesta en práctica de políticas que  conduzcan al ejercicio de libertades y derechos. Tiempos que marquen paulatinamente el progreso de Colombia hacia una sociedad menos desigual, a sabiendas que en esta materia estamos entre los países más atrasados del mundo.

Revisando las 360 largas, farragosas páginas del segundo acuerdo, se encuentran optimistas frases que no necesariamente conducirán a los cambios necesarios para la paz social. Hay que construir…

Por ejemplo, esta:

…es meta esencial de la reconciliación nacional la construcción de un nuevo paradigma de desarrollo y bienestar territorial para beneficio de amplios sectores de la población hasta ahora víctima de la exclusión y la desesperanza”.

Pero en  esa materia, la verdad todo está por precisar para poder construir. Hay diseños filantrópicos de lo que debe ser una reforma institucional e integral de los territorios y un capítulo entero dedicado a los derechos de las minorías étnicas. Pero nada garantiza –salvo las luchas que se den en el post-acuerdo- que temas tan definitivos como las autonomías, la refacción de los poderes central y regional, vayan a ser desarrollados y que se produzcan cambios estructurales.  No se ve por ningún lado el tema de Federalismo y Centralismo, origen de todas nuestras guerras, o el de una verdadera construcción de autonomías.

Otro “pero”, el del medio ambiente. Dice el acuerdo de manera general.

Atentos a que la nueva visión de una Colombia en paz permita alcanzar una sociedad sostenible, unida en la diversidad, fundada no solo en el culto de los derechos humanos sino en la tolerancia mutua, en la protección del medio ambiente, en el respeto a la naturaleza, sus recursos renovables y no renovables y su biodiversidad”.

Pero fenómenos tan rudos y violentos física y socialmente como las minerías, legales e ilegales, parecen un tanto desapercibidos. Y es notable la ausencia de una visión precisa sobre el macroproblema del calentamiento global, radicalmente ligado a la economía neoliberal.

Me dirán que esto no es materia del acuerdo y que tocaría el inamovible del “modelo económico”, un modelo que referido a lo social, es perverso e injusto. Esto parece más una palabrería para llenar el espacio temático, que una visión clara hacia el futuro.

Entreverado entre temas a los cuales y con razón se les da la mayor importancia, (como los temas de solución al narcotráfico y reparación y justicia para las víctimas) está apenas esbozado, casi como un mero titular, el tema trascendental de la democracia participativa y de las elecciones.

El acuerdo manifiesta:

La construcción y consolidación de la paz, en el marco del fin del conflicto, requiere de una ampliación democrática que permita que surjan nuevas fuerzas en el escenario político”.

Pero está por construir una real reforma electoral, que pase por la implementación del voto electrónico, o bien del voto obligatorio por una serie de periodos, que transite los caminos de la depuración total de la corrupción electoral, que acabe con mermeladas y tamales.

¿Para qué sirve la buena voluntad amplia en el acuerdo de dar garantías de participación, si las prácticas serán las mismas de siempre?  La base de la paz, la de la derrota de la guerra y la paz social, es que se garantice la ascensión de nuevas fuerzas que puedan empoderarse para desarrollarlas, y no dejar que las fuerzas de siempre, causantes de la guerra por exclusión de dos tercios del país, sigan trazando nuestro egoísta destino.

En esta materia el acuerdo apenas prevé la activación de una “misión electoral especial”. ¿Y qué de la desaparición o reforma de entes vetustos y paquidérmicos como el Consejo Nacional Electoral, que se degrada desde adentro?  El acuerdo  ve necesaria la consolidación del pluralismo. ¿Pero cómo con delito y corrupción electoral y con el mangoneo en perspectiva de un nuevo Frente Nacional?

De otro lado, el punto uno, “Reforma Rural Integral”, es amplio, detallado y con precisiones a futuro. Natural, al haber negociado con una guerrilla campesina cuyo principal interés es el cambio rural. Da la impresión de que las bases para garantizar el cambio estás dadas, pero aun así, persiste en el horizonte el nubarrón de la Zidres y la restricción de las Zonas de Reserva Campesina y la “garantía de la propiedad en el agro” que conlleva a veces a una línea sutil de convivencia y connivencia con el tradicional despojo, y el desplazamiento forzado.  Allí, como en tantas otras materias, todo está por verse. Colombia, sí, debe ser un país de propietarios, sobre todo en el campo, propietarios que produzcan comida que andamos importando. Imposible si los baldíos de la nación pueden ir a dar a las manos (como ya ocurre) de palmicultores y cañeros.

Otros temas pasados casi por alto: la democracia informativa. Bien que se logren frecuencias para las radios comunitarias, pero en materia de democratización de la información general, poco o nada. El debate está también por darse. El acceso al  espectro electromagnético de todas las expresiones políticas y la garantía de financiación por parte de la pauta estatal, por ejemplo. Este avance es tan importante como el de la reforma electoral. Con los mismos medios (que desde luego deben perdurar pues no estoy hablando de “leyes de prensa” restrictivas) se reproducirán las manipulaciones que apuntalan la antidemocracia representativa.

Así, a mano alzada, la lectura del segundo acuerdo deja por fuera temas como la salud y las pensiones. Si no hay reformas ahí, el dolor y el odio de clases persistirán. O bien el tema de la educación. Por esos lados, nada, siendo un parámetro sustancial del futuro de la paz social.

Bienvenido el acuerdo y la paz, pero no se puede convertir ese avance en una mampara que oculte lo que está de bulto: la inequidad en todas las áreas y materias.  Empecemos de verdad a navegar en las aguas del postacuerdo, todo el «combo». Urbano y rural. Mucho más allá de lo que hoy llaman «sociedad civil», que poco a poco comienza a dejar de ser una expresión libre de la colectividad, manipulada por los medios, los gremios y los políticos para apropiarse de esa resistencia y envilecerla.

Todo el país, 50 millones de personas, debe estar representado para cohesionar la gran masa de la paz. Es un problema histórico de exclusión el que hay que vencer. La gran estrategia, el gran trabajo de la gente, debería ser la generación de mecanismos y movimientos para aglutinar una expresión que nunca se ha dado, una expresión históricamente oculta e invisibilizada. Para ver si al fin somos nación…

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