Merced Silva durmió anoche en una furgoneta, junto con sus tres hijas y su esposo. Vivían en un edificio de siete pisos en la colonia Santa Cruz Atoyac, en la que el sismo de magnitud 7,1 del pasado 19 de septiembre dejó desperfectos y cristales rotos.

“En el albergue como que ya no me siento a gusto. Ahorita vamos a buscar dónde podernos ir; no sé adónde será”, comenta a Efe Merced, originaria de la localidad oaxaqueña de Pinotepa Nacional, en el sur del país, pero que lleva nueve años en Ciudad de México.

En la camioneta se acumulan bolsas, colchas y una garrafa de agua. Algunas prendas de ropa cuelgan de las ventanillas.

Sus tres hijas, de cuatro, cinco y siete años, juegan en unos escalones con unos peluches y muñecas que han llevado voluntarios de una escuela del barrio.

Las niñas, señala, “extrañan” su hogar. “La bebé de cuatro años dice que es su casita, que ya quiere ver su tele. Pero le digo que no se puede, ¿cómo le vamos a hacer?”, comenta resignada.

En el lugar también vivían su hermana y su sobrina pequeña, de solo cuatro meses. Ellas sí se han desplazado, por el riesgo de que la bebé se enferme.

Desde que ocurrió el terremoto, Merced no se ha atrevido a regresar a su vivienda. En el departamento quedaron todos los cosméticos que vende para ganarse la vida, porque no quiere tentar a la suerte.

“Mucha gente quiere regresar, ¿y a qué va a regresar? Si Dios te dio permiso de salir en ese momento, ya para la otra ya no la cuentas”, argumenta.

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Javier Galindo, quien estaba trabajando a las 13:14 del martes pasado, sí subió al edificio en una ocasión, un día en que se fue turnando con otros familiares para no cargar el peso en las escaleras, que están a punto de colapsar.

“Tuvimos miedo de volver a subirnos por las réplicas, porque si hay otra réplica se nos puede caer el edificio”, afirma a Efe acompañado de su hijastra, Regina García.

Lo que rescataron lo tienen, también, en un par de camionetas, al lado de las cuales han desplegado unas carpas para dormir.

Ayer pusieron unas lonas azules para evitar que sus cosas se mojaran por la lluvia. “Terminamos empapados, pero era para proteger nuestras cosas”, apunta.

La familia de Javier decidió no moverse de la sombra de su edificio porque, a pesar del mal estado, “se mete gente extraña” y roba las propiedades.

A un par de cuadras, un bloque de viviendas se derrumbó por completo. En el lugar, desolado, solo quedan unas coronas de flores blancas que han depositado los familiares de los fallecidos.

La capital acumula 38 edificios colapsados y 194 de los 333 muertos que ha dejado el terremoto en todo el país. Según cifras oficiales, cerca de 25 mil personas han pasado la noche en algún albergue de la Secretaría de Desarrollo Social desde la catástrofe, aunque hay un número indeterminado de personas durmiendo en la calle.

El bloque de Javier ya estaba afectado por otro gran terremoto sufrido por la capital, el de 1985, que dejó miles de fallecidos. Entonces “hicieron revisión, unos arreglos, pero otra vez fue habitable”, relata.

En esta ocasión han pasado técnicos que han hecho revisiones a la vivienda, pero de momento no saben qué pasará con su casa.

“No dicen nada, no sabemos qué van a hacer, dónde nos van a mandar. No sabemos siquiera dónde vamos a vivir”, dice Regina, de 15 años, quien pide a las autoridades que, a la hora de enfrentar la etapa de reconstrucción en la ciudad, “piensen en las personas que se quedaron en la calle”.

Con EFE