Los sobrevivientes del potente sismo que dejó 272 muertos en Ecuador buscaban desesperadamente el domingo a sus

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“Allí está mi esposo”, dice Verónica Paladines, quien pese a ser menuda escarba con las manos desnudas entre placas de fibrocemento, enormes pedazos de hormigón y baldosas partidas que arroja con rabia a la pila de escombros de lo que era el hotel donde trabajaba Javier Sangucho, su esposo de 25 años.

“Hacía (trabajos de) pintura, se fue a descansar aquí abajo cuando pasó eso”, relata a la AFP esta joven mujer de 24 años, antes de deshacerse en lágrimas al evocar a su marido y a sus dos hijos de 7 y 2 años.

Una decena de hombres, amigos y allegados, ayudan a Paladines con la tarea, en la que están desde la tarde del sábado, luego de que se pusiera a temblar la tierra en Manta, popular balneario y puerto de pesca de la costa del Pacífico, en la provincia de Manabí, una de las más afectadas por el sismo de 7,8 grados que se sintió hasta en Colombia y Perú.

Llega un bombero con un martillo neumático y ataca la losa de hormigón del primer piso que, al desfondarse, aisló al marido de Verónica.

Alentada por la ayuda, redobla sus esfuerzos entre lágrimas.

Varios otros hoteles y hospedajes de la avenida 105, arteria comercial del centro de la ciudad, también se derrumbaron.

“Ayer sacamos tres niños de un hotel”, dijo a la AFP el capitán de bomberos Javier Carpo, que tiene bajo sus órdenes una treintena de hombres y mujeres para una tarea titánica.

Gente atrapada

Por todas partes se ven inmuebles fisurados, casas destripadas. En el extremo de la calle, el colegio Leonie Aviat no es más que un amasijo de escombros, sillas y escritorios con patas de metal retorcidas.

Algunos camiones y retroexcavadoras llegaron a última hora del domingo para ayudar a despejar los escombros.

“En toda la ciudad hay bastante gente atrapada, pero no sabemos cuánta”, dice el capitán Carpo antes de volver a la búsqueda entre las ruinas, por las que rondan gatos famélicos.

Un poco más allá, en el barrio Tarqui, donde el olor a muerte está suspendido en el aire, Manuel Nailon, de 49 años, se prepara para pasar la noche en el trastero de un vecino, cerca de lo que era su casa de ladrillos.

En el primer piso, expuesto, de su casa, aún permanece en pie parte del muro del baño, con los cepillos de dientes y la pasta dental en su lugar.

“Nos ayudamos el uno al otro”, dice, señalando la maraña de escombros en los callejones, en la que pueden distinguirse fotos familiares y algunos juguetes.

En la ruta entre Manta y Portoviejo, a unos 40 km, otra ciudad duramente afectada por el sismo, enormes colas de autos se forman en las estaciones de servicio. Aún queda combustible, pero poco más.

“No hay agua ni luz y si se pone a llover como anoche, se va a mojar todo”, dice Karina Bone Valiviese, mientras intenta tapar con plástico sus escasas pertenencias, solo para constatar que el viento vuela la cubierta.

Esta mujer de 39 años, madre de cuatro hijos y abuela de dos, se refugió con su familia en el patio de la iglesia Pio Noveno de Portoviejo.

Una veintena de familias se ubican allí con los colchones, sillones o heladeras que recuperaron de los escombros.

“La tierra se abrió y el agua empezó a subir”, explica Karina, cuya vivienda fue tragada por el agua.

Al igual que Karina y muchos otros, Yesica Geomara se queja porque “nadie ha venido” a ayudarlos ni a verlos.

Con frustración en el rostro, esta mujer de 36 años se prepara para pasar varias noches a la intemperie.

“Nuestra casa tenía seis meses pero quedan la maquinaria, mis herramientas. Se teme saqueos”, dice su marido, Nelson Moreira, un tornero de 46 años.

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