Casi nadie podía imaginar hace justo un año que el líder norcoreano, Kim Jong-un, y el presidente del Sur, Moon Jae-in, se iban a sentar en una misma mesa para tratar de instaurar la paz definitivamente en la península y el abandono de las armas nucleares por parte de Pyongyang.

Y es que tras la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump en enero de 2017, Pyongyang inició una vorágine de ensayos armamentísticos que le valieron enérgicas reacciones de Washington y Seúl y nuevas y más duras sanciones internacionales, además de desatar el temor a una guerra en la región.

También parecía impensable que Trump y el dictador norcoreano accedieran a celebrar una cumbre prevista para principios de junio, después de que los mandatarios del Norte y de Estados Unidos intercambiaran durante meses no sólo amenazas belicistas, sino también insultos y descalificaciones personales.

Todo cambió el pasado enero, cuando el líder norcoreano tendió la mano al diálogo con Seúl durante su discurso de Año Nuevo, en el que anunció que su país estaba dispuesto a enviar una delegación a los Juegos Olímpicos de Invierno que se celebraban en febrero en PyeongChang (Corea del Sur).

Pero si hay una figura clave en todo este proceso es el presidente surcoreano, el liberal Moon, quien llegó al poder en mayo de 2016 con una actitud abierta a conversar con el Norte a diferencia de su predecesora, la conservadora Park Geun-hye, quien fue destituida y encarcelada por un escándalo de corrupción.

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Los acercamientos impulsados por Moon, unidos a la disposición al diálogo del Norte y a la suspensión de sus pruebas armamentísticas desde finales de noviembre, florecieron en los Juegos Olímpicos de invierno, un evento cargado de gestos de gran valor simbólico hacia la reconciliación.

Durante los llamados “Juegos de la Paz”, Norte y Sur desfilaron bajo una bandera unificada y compitieron con un equipo conjunto en hockey hielo femenino. El evento también propició una serie de visitas mutuas de alto nivel que dejaban atrás, al menos temporalmente, el “telón de acero” entre las dos Coreas.

La hermana y asesora del dictador norcoreano, Kim Yo-jong, viajó al Sur para asistir a la inauguración de los Juegos Olímpicos -la primera ocasión en que un miembro de la dinastía Kim pisaba el país vecino-, y a partir de entonces los contactos se aceleraron y desembocaron en una lista creciente de eventos diplomáticos inesperados y sin precedentes.

Entre ellos destacan la invitación de Kim a Moon para celebrar una cumbre, que será la primera entre líderes de las dos Coreas en once años, así como la oferta del líder norcoreano para reunirse con Trump, lo que supondrá a su vez el primer cara a cara hasta la fecha entre un mandatario estadounidense y uno de Pyongyang.

El líder del hermético Estado planteó estos encuentros con el compromiso de detener sus ensayos armamentísticos para abordar un proceso de desnuclearización de la península de Corea, y con la condición de que se garantice la supervivencia del régimen.

Además, el Norte ha dado por “terminado” su programa de desarrollo de armas atómicas y se ha comprometido a no utilizarlas a menos que se den “amenazas o provocaciones” de otros países, un gesto muy significativo que llega justo antes de las esperadas cumbres.

Muchos expertos consideran que esta fase de distensión ha sido posible precisamente porque el Norte afirma haber alcanzado el estatus de potencia nuclear tras completar su frenética racha de ensayos nucleares y de misiles, y por tanto se siente capacitado para negociar con Seúl y Washington con las mismas cartas sobre la mesa.

La incógnita es si todos estos hechos llevarán a avances reales en la situación de la península, enquistada desde una guerra que terminó sin tratado de paz hace casi siete décadas, o si por el contrario todo quedará en esperanzas rotas como sucedió tras las anteriores cumbres intercoreanas de 2000 y 2007.

Con EFE