La noticia no cuenta lo que vivieron los habitantes del barrio al sur de la ciudad, sino del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento.

En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los vio, dijo a su escudero: la ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quienes pienso hacer batallas, y quitarles a todos las vidas. 

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Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí se parecen no son gigantes sino molinos de viento. Bien parece, respondió Don Quijote, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí.

Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante. El valeroso hidalgo iba tan puesto que eran gigantes que no oía las voces de su escudero Sancho y, por el contrario, se iba diciendo en voces altas: non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.

Diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, con la lanza en ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo.

Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear; tal fue el golpe que dio con él Rocinante. ¡Válame Dios! dijo Sancho; ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía? Y ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba; y hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del puerto Lápice.

En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y de uno de ellos desgajó Don Quijote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado.

Tornaron a su comenzado camino del puerto Lápice, y a hora de las tres del día le descubrieron. Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus anteojos de camino y sus quitasoles.

Detrás de ellos venía un coche con cuatro o cinco de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla, donde estaba su marido que pasaba a las Indias con muy honroso cargo.

No venían los frailes con ella, aunque iban en el mismo camino; mas apenas los divisó Don Quijote, cuando dijo a su escudero: o yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío.

Peor será esto que los molinos de viento, dijo Sancho.

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